Capítulo XLVI

Mufi.

La habitación era grande y redonda, componía la sala de mando del Sr. Director de la Asamblea de la Capital, el querido Winckly, y parecía una nave espacial. Allí había mapas, libros muy gordos, un puf, sillones de cuero y pantallas que mostraban en directo lo que estaba ocurriendo en varios puntos de la capital. Y sobre el puf, ingenuo con su sempiterno rostro de sorpresa estaba Mufi, el osito de peluche de Winckly.

Llamaron a la puerta y Winckly respondió:

Era el joven Rodas, que ya se había recuperado del golpe recibido en el aterrizaje de la moto fantástica en el mercado:

¿De qué pepinos fritos de informe hablaba el tonto Rodas, pensó Winckly, que solo quería coger a su osito entre los brazos y repasar el estado de sus planes sobre la Capital.

En cuanto Rodas cerró la puerta, un de pronto encendido winckly cogió a su osito de peluche y lo abrazó con todas sus fuerzas como cuando era niño, comenzando su repaso diario al cumplimiento de sus planes, el mejor momento del día para él.

Mufi, inerte, desde su corpachón de trapo, sus grandes orejas color miel y su graciosa nariz, que parecía una aceituna negra, no respondía nunca más que con ese rostro ingenuo mirando como sorprendido, que el artesano que le hizo supo imprimirle.

Flotando en la moqueta giró Winckly hacia los ventanales del despacho, que estaba situado en la mayor altura de la Capital, y miró el amplio panorama de las canteras y las montañas que abarcaba la vista.

Luego miró al Puerto.

Bajo de los ventanales la ciudad coronada con su nube rosácea quedaba entregada a su escrutinio, muda, inmóvil, a su merced.

Y esos gritos del megalómano caían directamente sobre el rostro de Mufi, que completaba la escena atrapado entre sus brazos.

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