Timi el Viajero

Capítulo XXXII

Montaña Huracanada.

 

Paladia se puso las sandalias en sus hermosos pies blancos, y brincó a caminar en busca de Timi. Su cabellera flotaba ágil como un león corre tras la gacela y como el ramaje de un alto árbol se mueve al compás del viento. Ella misma asemejaba el viento. Su hoja de ruta pasaba por Punta Recife, pero allí, en lugar de seguir la ruta de la costa, planeó avanzar por las colinas y montes que delimitaban los pantanos y la línea de la costa del Oeste de la Isla, que terminan en un monte más alto que el los otros, el Monte Wilson, el que luego cae a pico hacia el mar formando los impresionante farallones de la Costa Noroeste de la Isla Brouk.

A ese monte, el Monte Wilson, se dirigía Paladia. Su plan era encaramarse allí, y observar el panorama hasta encontrar por qué punto sin vigilancia entrar a la capital burlando los retenes que, sin duda, habrían desplegado quien quiera que fuera quien se hallara en el poder en la Capital.

Camino por arenas. Camino entre juncos. Se deslizó entre bosquecillos y sobre pedregales, sus sandalias pisaron la hierba y los guijarros. Paladia pensaba en el peligro del momento, y así no era consciente de la majestuosidad del paisaje y de su propia rotunda belleza que completaba y elevaba la de la naturaleza, cuando su ritmo de avance abría el mundo nuevo continuamente.

Hizo noche en un precario abrigo, bajo un saliente de roca cuyo suelo estaba seco y era plano, a cien metros de un manantial. Y a la mañana, tras visitar el manantial, comenzó el ascenso del Monte Wilson.

El viento la acompañaba aullando. Parecía rodearla pues sus embates procedían de varios lados. A veces había Sol, otras se oscurecía este y los aullidos arreciaban. Ella sudaba, cada cuanto le golpeaba una ráfaga de viento duramente pero sus sandalias proseguían la danza de su ascenso.

Cuanto más arriba más enérgico soplaba este Eolo iracundo y sublime. Paladia tuvo miedo, pero decidió plegarse a este miedo, dejándolo flotar hacia todos los lados como el mismo viento.

…Paladia se puso las sandalias en sus hermosos pies blancos, y brincó a caminar en busca de Timi. Su cabellera flotaba ágil como un león…

Entonces Paladia sintió que el viento huracanado y ella misma eran solo uno, como el mar y la barca al mecerse, y que los horrísonos aullidos que batían las abiertas lomas de montaña del Monte Wilson, agitando incesantemente la grama acá o allá, eran ecos de sí misma y de su propia agitación moral, y, a la vez, de otro ser que le esperaba algún día en algún lado. Pero esta sensación, sin dejar de arreciar el viento, se aplacó y fue sustituida por la vaga sensación de que estas ráfagas eran seres discutiendo y vociferando entre si, coléricos, inmersos en una querella desconocida, ininteligible y hermética, de un mundo no accesible pero si extraño, que nunca deja del todo de estar presente.

Paladia se hecho al suelo, sacó los prismáticos y examino punto a punto la imagen de la Capital allí abajo extendida. ¿Por donde entrar? No por el Suroeste ni por el Este. Así mismo parecía muy complejo intentar acceder por el Norte. Pero había un punto libre de retenes en la zona de los farallones. Hacia allí iría. Ese sería su punto de entrada hacia la capital.

Luego alzó la vista hacia el viento y sus sonidos; vio el espejo de sus ojos los oscurecimientos e iluminaciones celestes avanzando y retirándose entre los rodillos aplicados por los golpes del aire a los campos de hierbas y la furia caótica de sus aullidos. Y bajo este estrepitoso dinamismo vital del tiempo en el Monte Wilson, presintió el silencio inmóvil, como una otra presencia también titánica, de la Montaña misma. Luego Paladia se puso a caminar. Y sus sandalias, moviéndose diminutas en el gran concierto de la naturaleza, desencadenaron la música planetaria de la totalidad universal.

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